Inició el mes de junio y nuestra expectativa de que finalice la cuarentena se palpita en todas partes.
La pandemia es el tema omnipresente; sus consecuencias, nuestros avatares.
Miramos con preocupación el presente y se nos ha liquidado casi por completo la noción de mañana. Resulta muy difícil proyectar, hablar de acciones diferidas en el tiempo, concertar acuerdos, prometernos cosas…
Si repasamos brevemente el itinerario de las definiciones gubernamentales se advierte un proceso que se justifica a si mismo en la reacción defensiva frente a la amenaza biológica pero que prontamente pone en evidencia otros aspectos de la vida social y política.
En principio, la mayoría de los diferentes países afectados por el coronavirus progresivamente decidieron tomar una medida global: el aislamiento social y preventivo, la suspensión de actividades colectivas así como el sostenimiento controlado de actividades consideradas esenciales.
El barbijo se universalizó rápidamente, incluso hasta en circunstancias irrisorias.
Cada nación tomó sus decisiones y en nuestro caso, afirmamos satisfechos la precocidad de la cuarentena y el aplanamiento de la temida curva de contagios.
Entiendo que fue muy bueno prevenir en ese sentido; sin embargo, asumo que una decisión de esa envergadura, tan abarcativa y rotunda, difícilmente puede sostenerse en el tiempo sobre la base de decretos de necesidad y urgencia.
Muchas de las medidas que se tomaron durante esta cuarentena en los diferentes ámbitos oficiales resultaron excesivas para algunos sectores o regiones del país. Incluso algunas disposiciones se tornaron rápidamente inviables o absurdas…la regulación de las conductas cotidianas es un ejercicio que nos encuentra a todos al borde de la inexperiencia y de la ineficacia.
Los epidemiólogos no tienen todas las respuestas y los funcionarios políticos tampoco.
Organizar un país sobre el fundamento de la prevención y la seguridad sanitaria requiere de un esfuerzo conjunto de toda la sociedad que además pretende el acuerdo social. Es en el consenso donde se puede abordar cualquier ordenación y aunque esto implique una compleja trama de relaciones entre sectores, son los mismos afectados los que más pueden cooperar si se sientan en la mesa de las decisiones.
Y aquí la noción de poner foco cobra importancia: cada barrio de las grandes urbes, cada pueblo, cada ciudad, cada región dentro de una provincia puede y debe generar sus propias soluciones. Y con esto me refiero a que son los comerciantes de ese barrio o los que administran sus clubes, sus servicios, lo propios vecinos, etc., etc., los que deben ser convocados por referentes legítimos en cada sector y porción de la población.
Ese trabajo territorial es indispensable para afrontar los obstáculos de la cuarentena y también para la progresiva reactivación de las diversas actividades económicas, culturales y sociales que ya no debieran volver a ser exactamente iguales que antes.
Debemos cambiar. Ya lo hemos constatado.
La seguridad sanitaria es importante y debemos aprender a ejercerla. Como tantas otras dimensiones de la vida diaria que requieren de un conjunto de buenas prácticas que apunten a la seguridad social y a la calidad de vida.
La soberanía y la justicia alimentaria es una meta que no puede ser un constante recurso demagógico y una promesa incumplida. Podemos generar iniciativas locales de producción alimentaria que sostengan emprendimientos a pequeña escala y que paulatinamente cubran las necesidades de cada región.
El cuidado del ambiente, la lucha contra la contaminación y la depredación de nuestros paisajes naturales es un imperativo tan urgente con las necesidades más básicas de subsistencia para la especie humana.
La lista puede seguir.
El punto central es que cada pequeño sector de nuestro gran país debe encararlo a su propia medida y circunstancias.
No hay un único plan. No puede haberlo, no es aconsejable que así sea. Todo gran y único plan corre el riesgo de ser hegemónico y totalitario. Hagamos memoria.
Cualquier definición política que nos incumba a todos los ciudadanos de este país debe encontrar su materialización en un esfuerzo colectivo articulado y en diálogo con sus protagonistas directos en cada escenario local. De ese modo, es más probable que las garantías de institucionalidad estén al alcance de las personas así como los mecanismos de respaldo de los derechos individuales.
Por estos días, me preocupa palpar el miedo y cómo este enemigo invisible, con sus diferentes resonancias en la subjetividad de las personas, ha impedido los vínculos afectivos y sociales. Evitemos deteriorar nuestra capacidad para seguir siendo los responsables de nuestro accionar individual y social.
Entre todos los pronósticos que avizoran horizontes desalentadores, destaca una advertencia: el hipercontrol con la concomitante pérdida de derechos individuales. El problema de las libertades y a su vez, la búsqueda comunitaria de soluciones se entrelazan en un equilibrio complejo que nos presenta un desafío histórico enorme.
¿Renovaremos viejos recelos y apelaremos a viejos recursos? ¿O aprendemos a vivir de otra manera?
El nuevo escenario mundial también nos genera sentimientos y emociones: detona en cada uno de nosotros nuestros sueños y pesadillas más recónditas, las ansiedades generadas por el encierro, las carencias, las incertidumbres, incluso las diferentes aristas de la crisis económica que pueden activar otros fantasmas o exacerbarlos (las xenofobias, las intransigencias, los odios)… ¿qué haremos frente a ello?
Un clima frágil en lo emocional, con gente temerosa, puede ser un ambiente muy propicio para el resurgimiento de autoritarismos, muchas veces vividos como la mejor solución frente a la angustia social: esto es, que se tomen decisiones por nosotros y nos cobijen, que nos cuiden de un enemigo sorpresivo y omnipresente. Y este enemigo puede adoptar varios rostros según quienes lo imaginen.
¿Cederemos a la tentación pueril de que nos solucionen nuestros problemas con tal de conservar nuestras costumbres y seguir adelante con nuestras rutinas? ¿Aún a costa de nosotros mismos? ¿O nos haremos cargo de nuestra realidad y seremos nosotros quienes cobijemos y cuidemos la porción de mundo que nos toca habitar?
Este tiempo nos invita a hacernos responsables de nosotros mismos, de nuestras conductas y de nuestros hábitos.
Nos alienta a salirnos de la indiferencia y el hastío individualista y a procurarnos una sociedad más honesta y limpia, una sociedad ética.
Nuestra ética. Nuestros valores impregnando las decisiones más cercanas y locales.
Nuestra capacidad de afrontar lo que hace más de 40 años venimos advirtiendo: el cambio climático, la contaminación, la asimétrica distribución de la riqueza, el hambre y la injusticia social, los excesos del capitalismo voraz, la violencia y los crímenes de lesa humanidad….
Dice impecablemente Edgar Morín: “Supongamos que un observador hubiera descubierto la Tierra hace cuatro mil millones de años. En ese período, la Tierra estaba agitada por convulsiones: erupciones volcánicas, ciclones, tempestades, tormentas. Observando este planeta de locos, diría: ‘Es un planeta de locos en el que nada puede ocurrir.’ Sin embargo, es en ese momento en el que nacía la vida. Si el mismo observador retornara, vería que la fauna y la flora se han desarrollado, cuando nada permitía preverlo. Cuando se trata de un gran cambio, este último es invisible. (…) El segundo basamento de nuestro optimismo es que lo improbable puede a menudo suceder en la historia. Definamos primero lo probable: es aquello que, para un observador situado en un momento dado y disponiendo de las mejores informaciones, puede dejar prever el futuro. En lo que nos atañe, lo probable es visible en la diseminación del arma nuclear, en la miniaturización de esta arma, el desarrollo de las armas bacteriológicas, la degradación de la biosfera y el acrecentamiento de los conflictos. Lo improbable se ha producido en la historia tras un acontecimiento mayor que la gente de mi generación ha vivido en 1940 (…) en muy poco tiempo, lo probable se transformó en improbable, y lo improbable en probable. Intentemos entonces tener un poco de fe en lo improbable, pero tratemos también de actuar en su favor.”[1]
Quizá esta pandemia con sus concomitancias sea la chance inesperada para lo improbable.
No renunciemos de antemano a esta valiosa oportunidad de mejorar el mundo. Concretemos nuestros planes pequeños e imperfectos, aquéllos que serán el reflejo y el fruto de quiénes somos en verdad.
[1] Jean Baudrillard y Edgar Morín, La violencia del mundo, Libros del Zorzal, Bs As 2003, pp. 50-52.
Gracias por permitirme aportar y por la generosidad con que recibieron mi artículo.
Publicada en Revista Desterradxs, 15 de junio de 2020
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