“Vivimos tiempos difíciles en todo el planeta” se escucha en cuanta conversación crucemos con las personas durante esta interminable cuarentena.
Pareciera que el sólo hecho de hacer mención a esa frase, o similares, ya explicara per se cualquier acontecimiento que constituye nuestra cotidianeidad actual.
¿Cuál es nuestro papel en este escenario que no sea el de infectados/inmunes/ en riesgo/a salvo?
Sobre conteos de casos positivos y fallecidos ya tenemos una sobreabundante información circulando…ante lo cual me pregunto si pasada esta gripe tan temida, ¿detallaremos nuestros muertos por hambrunas, por otras enfermedades evitables/atendibles en su mayoría, por adicciones, por violencia, por guerras, etc.; con esta misma tenacidad e insistencia? Ojalá los números nos sigan importando en otras circunstancias y eso nos ponga en acción, ya que hemos aprendido a contar…
Sobre consecuencias tremendamente destructivas en algunos sectores de la sociedad por el cercenamiento de sus derechos a trabajar, la imposibilidad de hacer frente a la crisis, su desvalimiento y su impotencia, todo lo que ya se vivía en muchísimos hogares o en la intemperie de la calle, hoy agravado sin un horizonte alentador, creo que sólo con asomar la cabeza por nuestras ventanas alcanza para percibir el dolor palpable en el aire.
Hablamos de crisis severa a nivel global….y en cada persona, grupo o familia eso puede significar una hecatombe.
No pretendo desconocer o menoscabar la existencia del coronavirus ni el alcance que éste ha tenido en nuestras vidas a nivel planetario; si, procuro poner mi propia atención en las implicancias de esta pandemia. Ya no en el virus. En nosotros. Somos nosotros los que hacemos este mundo. En eso consiste nuestro primordial labor.
Varias cuestiones me preocupan y me evocan el pensamiento de Emmanuel Levinas, considerando que este grandioso filósofo de origen judío atravesó las miserias y sufrimientos atroces de la Segunda Guerra Mundial: “Es sólo en las épocas de miseria y de privaciones cuando se perfila, tras los objetos del deseo, la sombra de una finalidad ulterior que oscurece el mundo. Cuando hay que comer, beber y calentarse para no morir, cuando el alimento se convierte en carburante, como en ciertos trabajos duros –también el mundo parece haber llegado a su fin, trastocado, absurdo, parece estar requiriendo que se lo renueve. (…)Nos lo tomamos en serio en el momento mismo en que el mundo parece estallar” [1]
Me preocupa el miedo que descubro en mucha gente de buena fe. Y me permito preguntarme si este virus acaso ¿nos ha despertado las huellas profundas de otras memorias ancestrales? Una es evidente: el miedo a morir, que peligrosamente puede arrastrarnos al miedo a vivir, al otro, al afuera, al contacto, al extraño detrás del barbijo.
Muchos atropellos se han cometido a lo largo de la historia de la humanidad en base al miedo colectivo. Indignas complicidades, degradantes permisiones que indiferentes al sufrimiento de otros, han legitimado lo absurdo, siendo los otros una amenaza por el solo hecho de ser ajenos (hoy serian presuntos infectados) y por ende, un peligro del que defenderse. Hagamos memoria, respecto a nuestro país y al mundo. Todos los exterminios y las guerras necesitaron del miedo partícipe de la gente de buena fe.
Tal vez, si esto es en verdad una elaborada estrategia de amenaza biológica, lo único que necesita para tener un éxito rotundo es una ceguera colectiva producida por el miedo. Y yo me sigo preguntando por qué aún no tenemos en claro su origen y quiénes se benefician con tener al mundo acorralado.
Me preocupa la visión de mundo con que estamos afrontando esta crisis que nos obliga al accionar fusionado. Las acciones individuales pierden peso frente al orden impuesto. Y lo común pasa a ser parte de un incierto programa que gira entorno a evitar o disminuir un virus mientras se cuelan o derraman el resto de los temas vitales para una sociedad y para el propio planeta. ¿Qué mundo se avizora? ¿Qué mundo nos atrevemos a soñar en esta magnifica oportunidad que se nos presenta de aprender a organizarnos para bien de todos, realmente de todos?
Entiendo que ya nos hemos sensibilizado frente al virus y que lo más adecuado es que cada comunidad atienda a su propio plan de protección y prevención sanitaria. No solamente para esta pandemia sino para alcanzar una mejor calidad de vida. Considero que es esencial (término tan usado por estos días) aprender a ser más higiénicos en todos los ámbitos, además de otros aprendizajes para la convivencia que nos requiere dispuestos a cambiar para mejor.
Soy partidaria del control social afirmado en el acuerdo social -en base a un bien común- y en la confianza respecto a las personas responsables de ese control. Yo me quedé en casa y fui fiel a las consignas de cuidarnos entre todos. Penosamente hemos atravesado algunas contradicciones como la liberación de delincuentes o las larguísimas filas de ancianos intentando cobrar su jubilación…se nos ha deteriorado el buen ánimo y muchos ya no pueden sostener más un escenario tan injusto, pero más allá de esas circunstancias urgentes, entiendo que el mayor daño se está perpetrando en las capas más profundas de nuestra vida comunitaria.
Me preocupa lo subterráneo de este proceso colectivo. Nuestra mirada sobre el otro y sobre nosotros mismos. Sobre nuestra propia condición de persona que se pone a salvo y obedece mansamente las pautas de los gobiernos como si eso fuera lo único por hacer. Me preocupa que deleguemos en exceso nuestra propia tarea como seres humanos y como ciudadanos: nuestro libre albedrio, nuestra capacidad de decidir, de pensar, de accionar, nuestra presencia ética, nuestra convicción de estar en el mundo por algo y para algo.
Las crisis siempre tienen en su armazón interna los rastros de nuestras propias acciones y sus consecuencias, el amasado silencioso de tantas cuestiones que nos han empujado a este presente. Sabíamos de algún modo, profundamente, que esto iba a pasar y aquí estamos como especie humana intentando lidiar con el resultado de nuestra propia obra.
¿Qué puede suceder?
Podemos volvernos cada vez más cobardes y pasivos, egoístas y prejuiciosos, intentando ponernos a salvo de un enemigo, que llegado el caso, puede sorprendernos adherido a un paquete de galletitas o al picaporte de un local.
Podemos volvernos cada vez más lúcidos e íntegros y asumir nuestra parte de la historia, nuestra tarea, nuestro devenir. Entendiendo que cuidarnos es un valor prioritario, pero que igualmente lo es la dignidad de una existencia con sentido, que reconoce a todo Otro y se reconoce como presencia activa, generosa, laboriosa. La muerte igualmente nos tocará la puerta algún día y habremos vivido.
La libertad entonces es una cuestión central.
Libertad que primero es fundamentalmente interna, yo me reconozco y me defino éticamente y asumo mis valores para vivir junto a otros. Luego esa determinación alcanzará mis gestos y mis palabras y seré libre en mi accionar y en mi decir. Seré quien elija ser y me haré responsable de esa definición. Esto no es únicamente un derecho inalienable para todos los seres que habitan este mundo, sino un reclamo de toda naturaleza existente: ser quien se es. Y ser con otros.
Levinas lo expresa admirablemente: “ (…)la violencia no se encuentra sólo en la colisión de una bola de billar con otra, en la tempestad que destruye una cosecha, en el amo que maltrata al esclavo, en el Estado totalitario que envilece a sus ciudadanos, o en la conquista armada que avasallla a los hombres. Es violencia toda acción en la que uno actúa como si estuviese solo: como si el resto del universo no estuviese ahí sino para recibir la acción; es violenta, consecuentemente también, toda acción que nosotros sufrimos sin colaborar en nada con ella”[2]
¿Se puede ser libre y vivir de acuerdo a pautas sociales e imposiciones de los estados? Creo que sí y ese es uno de los grandes desafíos que hoy todos enfrentamos de un modo singular.
La reacción mundial frente a la pandemia, más allá de sus manejos, distorsiones, contradicciones, errores y aciertos locales, nos enfrenta a una condición que muchas veces distraemos o soslayamos: ejercer nuestra libertad de existir. Yo asumo que ésta es amorosa o es violenta. Es aceptando a todo otro o es negándolo. De las experiencias surgirán los matices, la libertad siempre es una expresión ética. Es un aprendizaje, un proceso individual y colectivo acerca del cual sólo nosotros mismos podemos darnos el permiso de ser libres.
[1] Emmanuel Levinas, De la existencia al existente (1947), Arena Libros, Madrid, 2000, pp.57.
[2] Emmanuel Levinas, Difícil libertad (1976), Caparrós Editores, Madrid, 2004, pp.23.
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